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El otro día fui a ayudar a un amigo de la familia a recoger unos muebles para llevar a su casa. Nos tomó toda la mañana el ejercicio. El mundo se veía raro, tenía la impresión -quizá por la nieve y el silencio- de que estaba desplazándome por la escena de una película vieja. Cuando llegamos a la casa donde teníamos que recoger los muebles, saludé a la dueña de casa, siempre desde lejos y me quedé mirando los muebles que había que mover. Algo en mí quería terminar todo rápidamente para volver a casa. El encierro me está llegando a las fibras y empiezo a temer, pero no es el miedo convencional de quien espera el peligro, sino el miedo constante de quién se sabe acechado. Incluso las conversaciones fueron forzosas. No soy alguien que conversa mucho, no por voluntad, pero esta vez había algo que me hacía sentir incómodo de hablar, una urgencia rara de quien hace un trámite desagradable. En cambio, el frío de la calle vacía, me devolvía el alma al cuerpo y me ayudaba a continuar con los viajes. Entre un punto y otro, la carretera me trajo el recuerdo del primer viaje en carretera que hice en el país, desde el Kennedy en Nueva York hasta la casa en la que, de hecho, estoy viviendo nuevamente. Había un aire nuevo en todo, pero también monotonía, una monotonía ajena que me invadía y extendía, en alguna medida, la monotonía del encierro. Parece ser que esta cuarentena forzosa y larguísima (por no decir eterna) ha empezado intervenir cada aspecto de nuestras vidas, o al menos de la mía.
March 3, 2021