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Dado que el tiempo se suspende - o sea: marcha, pero en una suerte de realidad paralela-, las cosas parecen no ocurrir nunca. De pronto, el fin de semana aparece y parece que uno hubiera vivido diez años en vez de 6 días. El trabajo, de la misma manera, fluye con la lentitud del fango, pero con la misma fuerza de un río crecido: abruptamente, el tiempo nos golpea y no sabemos qué estamos perdiendo de esta realidad recortada. También, haciendo caso a la estación, la nieve ha sido un hito con el cual interrumpimos la penitencia. En las últimas dos semanas, hemos tenido que remover nieve metódicamente, sin pausa, pero sin prisa, cada uno en un rincón de la casa. Lo hacemos mi suegro y yo, cada uno en su propio silencio. No hay mediaciones, simplemente abrimos la puerta del garage y, luego de agarrar una pala con decisión y desgano (la rara mezcla es posible, aunque excepcional), y arrancamos removiendo lo que, esperamos, sea nieve ligera. Hemos tenido suerte en esa parte, al menos en la última semana. Y ya que mi salud física está tan apolillada como mi cerebro, el dolor muscular que se extiende por días marca otra penitencia, la del insomnio. Se pierde la claridad del día y la noche, y la cuenta de los días se hace más y más borrosa. De pronto es viernes, o miércoles o sábado. No importa: todos esos días son en el fondo uno solo donde no se puede dormir tranquilo. Pareciera que esto no tiene nada que ver con el virus, pero todo está atravesado por él: el tiempo, suspendido en su circunstancia; el trabajo, intangible y sin embargo concreto; la nieve, que removemos sin que nadie transite la calle en nuestro radio inmediato; la salud que, a falta de movimiento, carcome la razón y la convierte -en mi caso- en un relato donde todo se sale de órbita y la realidad, más que un delirio, es un mal viaje.
February 18, 2021