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No salgo ni a ver el correo. La aventura diaria se reduce a sacar la basura, esporádicos viajes a la farmacia para recibir mis pastillas, algún trámite alimentario. Casi todo el tiempo leo, trabajo, juego con mi hijo o escribo, generalmente atendiendo a compromisos que me mantienen en un estado de suspensión de la realidad, esta realidad de encierro en la cual han zozobrado todos, en mayor o menor medida. Las mañanas son lo mismo que las tardes, y las noches lo mismo que cualquier espera: todo se diluye en el tiempo que pasa a escondidas y se detiene cuando quiere, alimentando la desesperación. En todo caso, es más una urgencia, la urgencia de nada, de que el tiempo pase para que sea mañana, para continuar con la misma sensación al día siguiente, ya sin la esperanza de que desaparezca el ansia. Porque esto ha durado tanto, que parece permanente. Algo de normalidad -achacada a partir del hábito que todos rompen con alegría- se ha anclado a la sensación de amargura con que caminamos de lado a lado en los pasillos de la casa, esperando que se caigan los minutos, y con ellos los días. No hace falta hablar del peligro concreto, porque la pura eventualidad, atada a la incertidumbre como el dogal al condenado, basta para que nos consumamos, para que me consuma en el sinfín de la mente acorralada, esa vorágine terrible del pensamiento circular, obsesivo de creer que uno es el próximo, sin importar cuánto creamos y queramos que esto acabe algún día. Cada día camino de la cama al escritorio, de ahí al comedor y después a la cama, con intermedios en la ducha y el living. En suma, me he convertido en una rata que se acostumbró vivir en una jaula sin, sin más lugar para moverme que para acomodar la locura
January 29, 2021