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Hay una urgencia por el movimiento que no permite pensar. Sobre todo aquí, el país de los automóviles, moverse a pie es tremendamente difícil y hasta peligroso. Sumando a el peligro que el virus representa, es imposible salir a caminar al parque sin tener la angustia atascada en la garganta. La necesidad de mantenerse encerrado por el nivel de incertidumbre y falta de disciplina que reina entre la gente, es una mordaza que ahoga. En general, no salgo más que para los trámites esenciales: una vez al mes para retirar mis pastillas en la farmacia, acaso una vuelta al supermercado de junto para agarrar la leche de emergencia, y de ahí el correo y la basura. No es que mi mundo se haya reducido, en todo caso. Generalmente, me la paso escribiendo y leyendo, jugando con mi hijo y trabajando. No hay mucho cambio en esa rutina desde que llegó el virus. Pero, las posibilidades que ignoraba respecto de mis necesidades sociales, se han agigantado hasta la desmesura. Todo fuera de la casa me parece urgente, y las cosas que antes detestaba, como el mall o los supermercados - y en el fondo, todas estas actividades transaccionales tan normalizadas en este país-, se han convertido en la necesidad primaria para mantener la cordura. La última vez que me sentí así fue hace 7 u 8 años, cuando recién llegué y estaba aprendiendo el idioma. Entonces me pasaba horas escribiendo en mi diario, leyendo los libros que me traje, o echado sobre el sillón en silencio. Y hay algo de eso en este encierro, una suerte de aislamiento inmaterial que sofoca. Para colmo, mi manera de relacionarme con el mundo es a través del tacto y el movimiento, y eso está totalmente descartado en este período de la historia. Si antes, por el maldito espacio personal, estaba restringido a expresarme con una metálica sonrisa y la carcajada de rigor, hoy no me queda más que ver una leve curvatura de los ojos cuando alguien sonríe. Y se sonríe bien poco últimamente.
February 15, 2021